18 de julio de 2011

Diatriba a la madrugada

Ejercicio para teclear. Batalla No: 398.573 millones contra la hoja en blanco. Perdonen las incoherencias.

1:23 Am y hasta ahora empieza la noche, aunque mañana madrugue y esté somnolienta el resto del día. 4 ventanas de Word abiertas y el correo electrónico, esperando un mail que nunca va a llegar y unas palabras que nunca van a salir de esa caverna enmarañada que tengo adentro. No más de 10 reglones hay escritos, no es el momento para escribir. En realidad no sé cuándo es el momento y no lo quiero saber porque espero que llegue espontáneo. No escucho radio porque casi no me gusta la música que ponen en las emisoras y la que tengo en mi computador apesta, me cansé de escucharla por años sin novedad. A esta hora pasan un programa sobre Pompeya, en Discovery Channel, muy interesante, pero mi subconsciente no ha puesto cuidado en lo más mínimo porque está concentrado en la pantalla y en las hojas de Word. Quisiera tener un VHS para poder grabarlo y otro día poder verlo, pero eso ya está obsoleto, de hecho ya casi todo está obsoleto, como escribir cartas y mandarlas por correo postal. 

La historia del Vesubio me conmovió hasta el tuétano cuando la leí en algún lado, de la misma forma en que lo hizo la imagen de Mayra, la niña de Armero la primera vez que la vi en televisión. Mi abuela perdió allí a unos parientes lejanos, y todavía, cuando ve a Omaira, se llena de nostalgia y llora. Recuerdos, y añoranzas que producen escozor cuando atraviesan la cabeza como la bala del suicida y la mente se desordena como las piezas de un rompecabezas sin armar.

Creo que estoy perdiendo la guerra, le cogí pánico a escribir y a la hoja en blanco. Decidí posponer para después el ímpetu de teclear, de coger un lápiz y un papel, y me obsesioné con buscarle un rumbo fructífero a mi vida porque todo lo que escribo no me gusta y al resto tampoco, y estoy inconforme con estos 26 años vividos y de tantos intentos. Me desanimé y me animé a veces, me llené de prejuicios y para sentirme mejor inventé a un lector imaginario para que se sorprendiera con lo que escribo, pero al final él desertó porque se dio cuenta que en el fondo, no hay mucho qué hacer. Busqué un nuevo rumbo mientras cogía fuerzas; dejar el trabajo aburrido y mal pago, y las recurrentes llegadas tarde como protesta que no sirvieron para nada, el daño de mi computador y lo caro que me salió, la USB que se extravió y los archivos que perdí, el libro que comencé entusiasmada  y que no me gustó. Una y mil excusas más y el mismo rumbo.

Recuerdo que hace unos años, mis días eran mucho más amenos, mi mente aún se nublaba pero era una guerrera en el inmenso campo del papel en blanco, que perdía algunas batallas pero no se rendía. Escribía, escribía mucho aunque todo era malo. Hace un año mi amiga se recuperaba de un grave quiste en un seno y el dueño de un libro que conservaba con vehemencia en mi biblioteca, se quitaba la vida volándose los sesos. Pensé que la vida pasaba demasiado rápido y que podrá apagarse sin darme cuenta y debería vivir intensamente como si la próxima en abandonar el planeta fuera yo, pero no lo he hecho.

Cuando intenté leer a Proust me conmovió la forma en que toma los recuerdos como la vitamina imprescindible para sentirse vivo. Traté de tomar esa misma vitamina y aumentó mi nostalgia, el deseo literario, el conocer, leer, experimentar lo que en la mente se esconde que es bien profundo. Y me acordé de mi abuela y de cómo después de las lágrimas me cuenta con agrado todas sus anécdotas antes de llegar a esta ciudad, y se siente viva. Y dije mierda, ese Proust es un genio. Me di cuenta también que muchos homosexuales como él, eran verdaderos maestros en su arte y que el mundo quizás no sería el mismo -al menos para mí- si ellos no hubieran existido con todo y su maricada, qué se le hace. Agaché la cabeza, y me les quité el sombrero.

Y una cosa lleva a la otra... El otro día me encontré dos mil pesos y pensé que a lo mejor tuve suerte, más tarde, entré a una librería y cuando encontré un libro raro llamado Tumbas de escritores y famosos pensadores, me encontré veinte mil pesos, y pensé que a lo mejor si tuve suerte. Con esos veintidos mil pagué el libro. Luego vi cómo una muchachita buscaba desesperada veinte mil pesos con su hermanita en la billetera, en los bolsillos y en sus pertenencias. Pero no me importó porque ya tenía el libro conmigo y estaba plenamente feliz de ello.

Pienso que aveces no es tan malo sacrificar la alegría de otros por encontrar la propia. Los Nule se robaron una cantidad descomunal de dinero y mientras tanto Bogotá se encuentra en obra gris y sigue siendo un mierdero cada vez más grande. Confieso, yo sólo robé una minucia sin intensión, estoy libre y libre de culpa y la muchachita se fue triste para su casa lamentándose que perdió veinte mil pesos y a los Nule los tratan como reyes en la cárcel y la plata nunca apareció.

En un trancón, me encontré a una amiga en Transmilenio que me dijo que su papá lee mi blog y me sentí apenada, imaginé al señor Amórtegui  en su oficina (un saludo para él), leyendo estas barrabasadas mientras entra a una reunión y preguntándose qué carajos hago yo de colega de su hija. Yo tampoco lo sé, pero descubrí que el tiempo que paso en Transmilenio incómoda, cuando salgo del trabajo con anisas de llegar a mi casa a comer porque muero de hambre; es el mismo que puedo pasar en un bus que me deja en el mismo lugar, con sillas desocupadas y 300 pesos menos diarios y concluyo que puedo ahorrarme 1500 pesos a la semana, lo de otro pasaje y eso le sirve a mi bolsillo al mes. Y me acuerdo de que tengo que ahorrar dinero porque en ese miserable trabajo no me pagan auxilio de transporte y gano lo mismo que la señora de los tintos que siempre me mira mal y me deja sin el café mañanero que tanto necesito. Y en el fondo hasta me hace un bien, porque el ortodontista me regañó porque mis incisivos inferiores se han manchado por el exceso de cafeína y nicotina, y le digo que pese a que hace unos meses volví a fumar, he dejado de hacerlo. Le echo la culpa al café y no a la Coca-cola de la que era adicta y que ahora ya no porque le cogí fastidio, y caigo en cuenta que la única bebida negra que consumo es el café porque una copa de vino no me tomo hace harto. Gracias entonces a la señora de los tintos por su descortesía.

Pensando en ese bus, comprendí que en algo debo cuidar mi apariencia física porque ajá. Me volví entonces sin proponérmelo, esclava de la plancha porque mi cabello últimamente se esponja y me veo horrible y que  las pastillas para el acné sacan pecas, pecas que odio y que evito usando bloqueador solar en las mañanas así no haga sol, porque ahora siempre llueve y toca cargar sombrilla. He botado tantas que ya perdí la cuenta y me he mojado los pies con constancia y aún así me rehúso a usar botas de caucho. El verano duró poco y no lo aproveché, tampoco tuve vacaciones ni viajé en los puentes. Ahora recuerdo que una amiga del colegio me llamó a invitarme a pasear y le saqué el culo porque me aburre que pobreteen de mí porque no he triunfado. Ser un perdedor es cosa fácil y no tienes qué proponértelo.

Y una cosa lleva a la otra, porque hablar del perdedores, es un tema recurrente en Twitter y ahora me envicié a esa vaina. Y mientras procrastino diariamente allá, y busco soluciones para mi vida, el tiempo se pasa, he ahorrado poco dinero, voy para mis 27, no saqué matrícula profesional y perdía la guerra con la página el blanco. Hoy también me dio miedo escribir y decidí encaminarme en estas líneas publicándolas sin releer, para no arrepentirme. Me advierto, que tengo que dejar la güevonada; así no pretenda ser escritora ni nada de eso. Deberé intentar dejar el pánico y llamar con ecos ausentes al lector imaginario que un día creé, convenciéndome que a lo mejor puedo producir algo bueno. Ojalá escribir fuera como las gallinas cuando ponen un huevo.

2: 19 y este borrador apesta, 1531 palabras no están del todo mal para empezar. Eterno dilema entre calidad y cantidad. La madrugada transcurre en la pantalla y el frío en los pies. Tengo que levantarme temprano y voy a estar somnolienta y sin tinto. De pronto al otro día un lector imaginario salga de mis sesos y me de “like”, o tal vez me encuentre diez mil pesos, y me vaya en taxi leyendo sobre la tumba de Pierre Kemp. Porque una cosa lleva a la otra y aún no se ha perdido la guerra. Yo, me las creo. 

23 de mayo de 2011

Dime cómo te llamas y te diré quién eres

—¿Cómo es su apellido? —Le pregunté a cierto muchachito, para un asunto de trabajo.
—Trochez, —respondió incómodo.
—¿Trochez? ¿Con Z?— pregunté con ignorancia.
—Si.
¡Vaya! qué apellido más extraño. Nunca lo había escuchado, pensé. —¿Y su nombre?
—Lothar Andreas.
—¿Cómo?
—Lothar Andreas.
—¿Cómo se escribe?
—L-O-T-H-A-R... —Respondió en medio del bochorno de sus rojas mejillas.
—Perdón, ¿de dónde es ese nombre?
—Alemán, así se llama el jugador favorito de (no recuerdo qué deporte raro) de mi papá.
—Ah, ya.

Podrá ser un buen deportista el tal Lothar Andreas, pero de ahí a que el pobre chino con pinta innegable de sudaca, se llame así, pobrecito. Con ese nombre ya tiene para que se la monten un rato. Pensé.

Silencio incómodo. Continúo mis labores haciendo de cuenta que nada pasó.

Todos hemos conocido alguna vez a alguien que probablemente no tenga tocayo, ese sujeto único en el salón de clases o en la oficina, el del nombre raro que hasta se ve ignominioso en el Facebook, gracias a la creatividad de sus padres a la hora de registrar a su hijo.
Sus nombres, por curiosos, despiertan risas, apodos y confusiones en los ámbitos en los que se mueven. Y es que el —¿cómo te llamas?— es el rótulo que puede decir en realidad de dónde se viene o quién se es; por eso lo considero como una decisión que se debe tomar con suma prudencia. Es preferible tener el nombre más repetido del listín telefónico, que llevar a cuestas una combinación extraña de letras, o cierto híbrido extranjerizado, que poco o nada haga juego con el apellido latino y lo haga quedar a uno en ridículo cuando le toque decir su nombre frente a todos.

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Más que a los desafortunados dueños de esos nombres raros, mi llamado de atención iría para los padres que se las dan de creativos frente al notario. Si yo le pongo a mi hija Usnavy, la podrìa condenar al escarnio público: Niños burlones en el colegio o compañeros creativos que le montan apodo a sus espaladas. Con ese nombre la doblego a no triunfar, o al menos no mucho. No es por discriminar, pero son muy pocas las personas exitosas con nombres desastrosos. Es más fácil apuntarle al éxito llamándose Andrés o María, que Jheyson Daryani o Yamiris Dileth. En algunos países han intentado implantar decretos en los que se prohíbe a los padres colocarle a sus hijos nombres que atenten también contra ellos. Nada de  Napoleón Enrique ni Hitler Mauricio. Me parece justo, si yo fuera Farcep Hernández -por ejemplo-, demandaría a mis padres por atentar contra mí dignidad poniéndome así.

El mundo globalizado está poniendo de moda no sólo las grandes marcas como nombres propios, sino también la adopción de nombres extranjeros, que, combinados con apellidos criollos quedan algo histriónicos. Así, no es difícil encontrar a varios Bruce, Gokú, Disney, Britney, y otro sin fin de extranjerismos ó marcas. Sé que por ejemplo, ya hay algunos muchachitos bautizados Barack Fernando Rodríguez, y no faltará la Mercedes Benz González o cosas así.

Esas ganas altruistas de dárselas de internacionales los hacen quedar como objeto constante de comentarios (los pobrecitos se vuelven también inolvidables cuando se les tiene de compañeros no precisamente por su personalidad arrolladora). Algunos padres creen que con ponerle a su hijo un nombre extraño, se verán con más clase y estilo. No señores, están muy equivocados. Al contrario de lo que piensan, este tipo de personajes suelen ser asemejados como típicos integrantes de clases populares. Sí, suena discriminatorio, pero es precisamente el efecto contrario lo que sus creativas mentes pueden llegar a causar en el muchacho. Aparte de convertirse en un problema permanente cuando les pregunten su nombre en una entrevista, o los mencionen en la lista del colegio, se someten a la burla frecuente, al escarnio.

Me puse en la tarea, y encontré estas “bellezas” (descabecé una veintena más)en la lista de un colegio, que aunque no sean marcas, sus nombres despertaron en mí, cierta curiosidad :

-Yoor James
-Brayan Stick
-Yohudi Straiker
-Charles Jefferson
-Maycon
-Lubián Andrey
-Jarbinzon Arcenio
-Hertson Esneider
-Bayron Yusef
-Josman Haeth
-Jhonbleider
-Fransiney.

¿Brayan Stick? ¿Charles Jefferson? ¿Será la lista de un colegio en Marte? ¿Qué quieren demostrar los papás, bautizando a los niños así? ¡Por Dios!.

Mi intención aunque no lo crean, no es juzgar a nadie por como se llame, hasta allí no llega mi grado de intolerancia. El problema es que no logro entender por qué hoy en día, la gente, por tirárselas de moderna, creen que tendrán mejor estatus si sus retoños tienen un nombre que se escribe con las letras menos usadas del abecedario, o que son víctima de una fórmula híbrida entre el inglés, el español y los nombres de moda de ambos lados del hemisferio o de alguna lengua exótica. Es extraño cómo la creatividad se aprovecha de los procreadores justo cuando están frente al registrador para hacer el documento que dejará de por vida al chinito llamado de esa forma, y que muy probablemente él va a odiar. Sé también que cada quien es libre de ponerle a su hijo como se le venga en gana, pero ¿no es un poco injusto ponerse a jugar con la dignidad del pobre chino, con unos nombres que hasta a ellos mismos les cuesta un trabajo enorme escribir? No imagino al pobre Yohudi Straiker en el jardín infantil, tratando de escribir su nombre, llorando porque es muy difícil hacerlo, mientras la pobre maestra le enseña con paciencia a hacer las letras raras que aún no han visto en la cartilla.
Gran hazaña. Sólo a unos padres dementes se les ocurre poner al chino en esos pereques.

Sería también difícil que algún día el presidente tenga por nombre Brayam Harney, o que nuestro próximo Nobel de literatura se llame Neydert Efrén. Dime cómo te llamas y te diré quién puedes ser. O más bien, dime cómo te llamas y te diré quiénes son tus procreadores. ¿No les dará pena atentar así contra el autoestima?
Señor papá de Lothar Andreas. ¿No le parece exajerada su afición por yonosecuál jugador alemán, como para que su hijo tenga que aguantarse semejante chicharrón?

Gracias al Altísimo que mis padres al menos rayaron en lo común y no cayeron en el horror de bautizarme con un nombre extraño e impronunciable; tuvieron conciencia, y por suerte no sufriré por eso, como el pobre Lothar Andreas.

Mi sentido pésame a todos los sin tocayo que pululan por ahí y sufren con estas bochornosas vicisitudes.

25 de febrero de 2011

Recordando al “Loco del Colmillo” gracias a Vonnegut.

Yo creo que todos quienes han vivido en barrios populares, conocen de cerca a algún personaje callejero que rondaba sus vidas y sus casas. Un sujeto que vive por las inmediaciones de su vecindario, que se hospeda en los techos o antejardines de los vecinos y pide una moneda para un pan a todo quien se le atraviesa. Estos sujetos son característicos, porque con el tiempo los vecinos dejan de sentir por ellos miedo o repudio, y se convierten en integrantes de la cuadra o barrio que cuidan carros, limpian fachadas o sacan basura por unas cuantas monedas.

Yo no fui la excepción, pero a diferencia de los vecinos que dejan de lado el horripilante aspecto de estos particulares sujetos andantes, sin familia ni pasado, para hablarles amablemente; siempre sentí por ellos miedo. La razón: Cuando se es niño un “loco” como le llamábamos en mis años de infancia a los gamines, era el hombre que llegaría a recogernos y echarnos en su apestoso costal, si no nos comíamos la comida o si hacíamos una pilatuna.

En el barrio de mis abuelitos, donde viví por muchos años, hubo “locos” que atormentaron mi vida durante la niñez. Almas en pena ambulantes que se instalaron cerca al edificio de los viejos y atormentaban mis cenas cuando me servían repollo o sopa de ahuyama. Uno de ellos, era el Loco del Colmillo y lo recordé apenas hasta hace poco, cuando vi una imagen de un escritor que guardaba con él un parecido impresionante.

                                                   Éste señor y Loco del Colmillo, son igualitos

Me acuerdo del Loco del Colmillo. Un hombre alto y flaco que deambulaba por las calles del centro de Bogotá, con un costal inmenso lleno de cuanta cosa encontraba; el Loco escarbaba basuras, y –en efecto- cuidaba carros. Constantemente se le veía caminar sin rumbo de arriba abajo y hablando solo. Supongo que olía bóxer o consumía alguna sustancia alucinógena. El Loco del Colmillo era un hombre de aspecto desastroso, no tenía dientes, tan sólo un colmillo que posaba solitario en su lúcida encía. Siempre andaba en harapos y su cabello era una especie de maraña crespa, con algunos enredos parecidos a una rasta, en donde –creo- habitaban toda clase de piojos y ladillas. Como todos los locos de barrio, le sonreía a toda alma de buen corazón que le diera un poco de comida o monedas, cuidaba los carros de los tíos que visitaban a mis abuelos, y recogía cartones y botellas que encontraba en las bolsas de basura. El problema del Loco del Colmillo, era el temor que nos infundía por él mi abuelo Camilo, un viejito cascarrabias que no soportaba que habláramos en la mesa, y detestaba ver que por resabios, sus numerosos nietos no se comieran todo el almuerzo. El abuelo Camilo siempre nos dijo que de no comer o portarnos mal, le avisaría al Loco que pasara por nosotros y nos llevara en su maloliente costal a su suerte. Al dejar comida en el plato, estaríamos destinados a vivir en el enjambre de fique que el hombre con un colmillo cargaba en la espalda, y correríamos la suerte de varios niños que por melindrosos, terminaron en sus redes.

Ante esta inapelable decisión, en las tardes de juegos, mis primos y yo nos acercábamos a la ventana a ver andar al loco aquel. Imaginábamos a los pobres niños caídos en desgracia e ingeniábamos la forma de evadir las comidas que no nos gustaban sin que el abuelo Camilo se enterara. Algunas veces, cuando llegábamos al edificio, el Loco se acercaba y saludaba a nuestros progenitores con una amable sonrisa, enseñando su solitario colmillo, amarillento y sarroso, y pedía una moneda. De inmediato, nos escondíamos detrás de las piernas de mamá, papá o quien estuviera cerca, aterrorizados por el encuentro cercano con el particular habitante de la cuadra. Gracias al simpático loco, los carros estuvieron seguros en el vecindario, disminuyó el robo de espejos, radios y rines en las constantes visitas que recibían mis abuelos. Ya todos sabían, que estaban a salvo mientras se le dieran al maloliente Loco unos cuantos centavitos.

Unos años más adelante, cuando yo tenía unos ocho años, supe que el Loco del Colmillo murió una noche apuñalado, en una calle cercana al edificio de mis abuelos. Nada se supo, nadie vio nada, nadie lo auxilió; tan sólo se corrió el rumor por el vecindario. Murió en las grises calles del centro, de una Bogotá de madrugada en que sólo se escucha el estruendo del ladrido de los perros y la vida de un gamín a pocos importa. Mis abuelos y vecinos no se sorprendieron con el rumor y su evidente ausencia que corroboraba lo dicho; era el destino de uno de esos sujetos que deambulan por las calles a diestra y siniestra. Mis primos y yo descansamos al saber que podríamos dejar la sopa de verduras. –Al menos- ya no seríamos llevados en el andrajoso costal que por años atemorizó nuestras cenas el Loco del Colmillo y mi abuelo tendría que inventar otro cuento. Nadie lo extrañó, salvo los dueños de los carros que ahora sufrirían por los artilugios de sus automotores.

Años más adelante, volví de nuevo a vivir en la misma casa de mi infancia, ya sin abuelo y la compañía matriarcal de mi abuela, la tierna viejita de buen genio que jamás me amenazó con llevarme al costal del Loco. Fue allí donde hace unos años me topé con un escritor con el cual me sumergí en sus interesantes letras y se convirtió en uno de mis favoritos: Kurt Vonnegut. Me sorprendí cuando gogleé su nombre para saber más sobre aquel genio, y al ver una foto suya en Wikipedia, recordé entonces a aquel Loco del Colmillo que vivió en este barrio años antes. Vonnegut murió hace poco, cuando resbaló en el piso de su apartamento en Manhattan, al menos no tan trágico como el Loco y con un legado por recordar. No pensé que fueran tan parecidos, y que dos sujetos tan distintos compartieran una fisionomía casi igual. Sé que existen hombres muy inteligentes y cultos, verdaderas lumbreras que por malas decisiones han dejado de lado una vida llena de éxito, para convertirse en almas solitarias carentes de afecto. No sé si quizás fue el caso del Loco del Colmillo, (porque al menos Vonnegut tuvo algo de suerte) sólo sé que al menos se parece al ilustre escritor gringo, que a diferencia del Loco, ameniza mis ratos libres, mientras leo desde entonces, su inigualable sátira.

Paz en su fosa, para el Loco del Colmillo. Paz en su tumba para el señor Vonnegut.