25 de febrero de 2011

Recordando al “Loco del Colmillo” gracias a Vonnegut.

Yo creo que todos quienes han vivido en barrios populares, conocen de cerca a algún personaje callejero que rondaba sus vidas y sus casas. Un sujeto que vive por las inmediaciones de su vecindario, que se hospeda en los techos o antejardines de los vecinos y pide una moneda para un pan a todo quien se le atraviesa. Estos sujetos son característicos, porque con el tiempo los vecinos dejan de sentir por ellos miedo o repudio, y se convierten en integrantes de la cuadra o barrio que cuidan carros, limpian fachadas o sacan basura por unas cuantas monedas.

Yo no fui la excepción, pero a diferencia de los vecinos que dejan de lado el horripilante aspecto de estos particulares sujetos andantes, sin familia ni pasado, para hablarles amablemente; siempre sentí por ellos miedo. La razón: Cuando se es niño un “loco” como le llamábamos en mis años de infancia a los gamines, era el hombre que llegaría a recogernos y echarnos en su apestoso costal, si no nos comíamos la comida o si hacíamos una pilatuna.

En el barrio de mis abuelitos, donde viví por muchos años, hubo “locos” que atormentaron mi vida durante la niñez. Almas en pena ambulantes que se instalaron cerca al edificio de los viejos y atormentaban mis cenas cuando me servían repollo o sopa de ahuyama. Uno de ellos, era el Loco del Colmillo y lo recordé apenas hasta hace poco, cuando vi una imagen de un escritor que guardaba con él un parecido impresionante.

                                                   Éste señor y Loco del Colmillo, son igualitos

Me acuerdo del Loco del Colmillo. Un hombre alto y flaco que deambulaba por las calles del centro de Bogotá, con un costal inmenso lleno de cuanta cosa encontraba; el Loco escarbaba basuras, y –en efecto- cuidaba carros. Constantemente se le veía caminar sin rumbo de arriba abajo y hablando solo. Supongo que olía bóxer o consumía alguna sustancia alucinógena. El Loco del Colmillo era un hombre de aspecto desastroso, no tenía dientes, tan sólo un colmillo que posaba solitario en su lúcida encía. Siempre andaba en harapos y su cabello era una especie de maraña crespa, con algunos enredos parecidos a una rasta, en donde –creo- habitaban toda clase de piojos y ladillas. Como todos los locos de barrio, le sonreía a toda alma de buen corazón que le diera un poco de comida o monedas, cuidaba los carros de los tíos que visitaban a mis abuelos, y recogía cartones y botellas que encontraba en las bolsas de basura. El problema del Loco del Colmillo, era el temor que nos infundía por él mi abuelo Camilo, un viejito cascarrabias que no soportaba que habláramos en la mesa, y detestaba ver que por resabios, sus numerosos nietos no se comieran todo el almuerzo. El abuelo Camilo siempre nos dijo que de no comer o portarnos mal, le avisaría al Loco que pasara por nosotros y nos llevara en su maloliente costal a su suerte. Al dejar comida en el plato, estaríamos destinados a vivir en el enjambre de fique que el hombre con un colmillo cargaba en la espalda, y correríamos la suerte de varios niños que por melindrosos, terminaron en sus redes.

Ante esta inapelable decisión, en las tardes de juegos, mis primos y yo nos acercábamos a la ventana a ver andar al loco aquel. Imaginábamos a los pobres niños caídos en desgracia e ingeniábamos la forma de evadir las comidas que no nos gustaban sin que el abuelo Camilo se enterara. Algunas veces, cuando llegábamos al edificio, el Loco se acercaba y saludaba a nuestros progenitores con una amable sonrisa, enseñando su solitario colmillo, amarillento y sarroso, y pedía una moneda. De inmediato, nos escondíamos detrás de las piernas de mamá, papá o quien estuviera cerca, aterrorizados por el encuentro cercano con el particular habitante de la cuadra. Gracias al simpático loco, los carros estuvieron seguros en el vecindario, disminuyó el robo de espejos, radios y rines en las constantes visitas que recibían mis abuelos. Ya todos sabían, que estaban a salvo mientras se le dieran al maloliente Loco unos cuantos centavitos.

Unos años más adelante, cuando yo tenía unos ocho años, supe que el Loco del Colmillo murió una noche apuñalado, en una calle cercana al edificio de mis abuelos. Nada se supo, nadie vio nada, nadie lo auxilió; tan sólo se corrió el rumor por el vecindario. Murió en las grises calles del centro, de una Bogotá de madrugada en que sólo se escucha el estruendo del ladrido de los perros y la vida de un gamín a pocos importa. Mis abuelos y vecinos no se sorprendieron con el rumor y su evidente ausencia que corroboraba lo dicho; era el destino de uno de esos sujetos que deambulan por las calles a diestra y siniestra. Mis primos y yo descansamos al saber que podríamos dejar la sopa de verduras. –Al menos- ya no seríamos llevados en el andrajoso costal que por años atemorizó nuestras cenas el Loco del Colmillo y mi abuelo tendría que inventar otro cuento. Nadie lo extrañó, salvo los dueños de los carros que ahora sufrirían por los artilugios de sus automotores.

Años más adelante, volví de nuevo a vivir en la misma casa de mi infancia, ya sin abuelo y la compañía matriarcal de mi abuela, la tierna viejita de buen genio que jamás me amenazó con llevarme al costal del Loco. Fue allí donde hace unos años me topé con un escritor con el cual me sumergí en sus interesantes letras y se convirtió en uno de mis favoritos: Kurt Vonnegut. Me sorprendí cuando gogleé su nombre para saber más sobre aquel genio, y al ver una foto suya en Wikipedia, recordé entonces a aquel Loco del Colmillo que vivió en este barrio años antes. Vonnegut murió hace poco, cuando resbaló en el piso de su apartamento en Manhattan, al menos no tan trágico como el Loco y con un legado por recordar. No pensé que fueran tan parecidos, y que dos sujetos tan distintos compartieran una fisionomía casi igual. Sé que existen hombres muy inteligentes y cultos, verdaderas lumbreras que por malas decisiones han dejado de lado una vida llena de éxito, para convertirse en almas solitarias carentes de afecto. No sé si quizás fue el caso del Loco del Colmillo, (porque al menos Vonnegut tuvo algo de suerte) sólo sé que al menos se parece al ilustre escritor gringo, que a diferencia del Loco, ameniza mis ratos libres, mientras leo desde entonces, su inigualable sátira.

Paz en su fosa, para el Loco del Colmillo. Paz en su tumba para el señor Vonnegut.